Ejidatarios, en 'peligro de extinción'
La tierra en sus zapatos...
A José le hizo 'justicia la Revolución' con 10 hectáreas ejidales; la cultivó por décadas, pero finalmente tuvo que vender la parcela; 'nunca salimos de pobres', expresa
Guillermo Gallardo
Salió de su casa con los primeros rayos del Sol hacia su destino. Era un día diferente a los demás. Sentía que le había hecho “justicia la Revolución”.
Y literalmente lo era porque ahora tenía 10 hectáreas de tierra ejidal que por resolución presidencial le se le dotó a un grupo de personas para formar un ejido.
Ese verano, a finales de los 60, José emprendió el viaje junto con tres hermanos y un cuñado en busca de su tierra. Aún no la conocía y ya la amaba. Era el futuro de su familia.
“Nos fuimos de raite hasta donde pudimos. De ahí en adelante a pie”, expresa.
Caminaron varios kilómetros bajo el intenso rayo del Sol. Uno a uno se fue quedando, conforme fueron localizando sus tierras. Era casi mediodía y a José aún le faltaba un kilómetro para llegar.
Enfiló sobre una vereda por entre el monte hasta divisar a lo lejos la laguna de Huyaqui. Ahí cerca estaba su posesión, a un lado del salitre.
“Nos indicaron que esas eran nuestras tierras y que habría que desmontar el terreno. Era bonito tener una pertenencia”, manifiesta.
Con gusto empezó a cortar los matorrales y uno que otro arbusto. Duró días trabajando de “Sol a Sol”, hasta que vio que la parcela tomaba forma.
Para José y sus hermanos era muy difícil ir y regresar a sus casas para trabajar la tierra por la falta de transporte, así que “vivían” en el campo.
Le costó, dice, mucho sudor, lágrimas y hambre empezar a hacer producir las 10 hectáreas que el Gobierno le había otorgado.
La inexperiencia
Las primeras siembras fueron un fracaso total por la falta de agua, el salitre, la inexperiencia y la falta de apoyos.
Pero con los años se construyó un canal de riego con el que llegó el agua, les dieron créditos y la tierra empezó poco a poco a producir.
El amor a la parcela creció, pues de ahí sacaba algo de recursos para comer y sostener a la familia que cada día crecía más, aunque poco o nada era el dinero que le quedaba al concluir la cosecha.
En los 80, recuerda, formaron asociaciones de productores, se juntaron 10 ejidatarios, compraron un tractor y empezaron a sembrar trigo, cártamo, soya y algodón.
Pero las cosas cambiaron con la apertura comercial y el campo empezó a “sufrir”.
Señala que una época les “tronó” con el algodón y quedaron totalmente endeudados. No pudieron pagar los créditos y empezó el declive. Nunca se recuperaron.
Con el transcurso de los años y las crisis económicas, a José se le dificultaba cada día más hacer producir su parcela. Habían tenido que vender el tractor y ahora debía rentar uno para cultivar la tierra.
“Nunca salimos de pobres. Es cierto que de ahí vivimos muchos años. Dejamos los mejores años de nuestra vida en esa tierra. Desgraciadamente no podíamos hacer más. Los hijos crecían y había que darles estudio”, cita.
Crisis y deudas
Los 90 significaron fuertes pérdidas y deudas debido a las crisis económicas y la falta de una política clara hacia el campo.
Fue un 6 de enero de 1992 cuando el Gobierno de Carlos Salinas de Gortari y el Congreso de la Unión reformaron el artículo 27 Constitucional con lo que se abre la tierra ejidal al mercado. Ahora podían venderla.
Pero en ese momento a José no le interesaba deshacerse del patrimonio, al contrario, seguía aferrado al pedazo de terreno e insistía en cultivarlo lo mejor que podía.
“Yo todavía me sentía fuerte e insistía en hacer producir el pedazo de tierra. Soñaba con lograr ganarme unos pesos y sí obtenía algo, pero era mínimo respecto al esfuerzo hecho todo el año”, indica.
Y así transcurrió una década más con altibajos, pero también con un gran rezago, porque no había pagado sus deudas con Banrural y ya no contaba con maquinaria para trabajar.
Con más de 60 años a cuestas, a José se le dificultaba la labor agrícola, por lo que tenía que pagar a jornaleros que lo hicieran por él y por lo tanto el dinero ahí quedaba.
“Mis hijos emigraron, algunos a Mazatlán, otros a Culiacán y a Los Mochis, sólo quedamos mi esposa y yo”, explica.
Para él la vida en el campo empezaba su declive. La necesidad económica lo llevó a pensar en rentar o vender su preciado tesoro.
“Los bienes son para remediar los males”, pensó, pero aún así seguía aferrado a su lugar.
El nuevo Siglo agarró “desprevenido” a José. El dinero escaseaba y el alimento empezaba a faltar. El crédito agrícola también.
“Un día”, dice, “le dije a mi mujer es hora de vender y nos vamos a vivir a la ciudad a probar suerte, ponemos un negocito y de eso vivimos”.
“Fue muy difícil tomar esa decisión, pero no había de otra”, cita.
Así, con todo el dolor de su corazón, José tuvo que vender su propiedad, esa que por la Constitución de 1917 le habían otorgado.
Ahora, al inicio de una nueva década, con 73 años a cuestas, ya no le queda nada... Sólo la tierra en sus zapatos.
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